sábado, 21 de enero de 2017

Diciembre me gustó... Pa' que te vallas…

Hace unos pocos años se fue una de las personitas más hermosas que pude haber conocido; me cuesta demasiado escribir de esto. Es una historia difícil de recordar y de transmitir, es la razón del por qué las navidades y yo no tenemos una relación cordial, siendo que en el pasado era por mucho mi época favorita del año. Esa personita hermosa fue, en vida, mi abuela; uno no escoge a sus familiares, se dice por ahí y qué bueno, de no ser así, quién sabe cómo me hubiera ido. Desde siempre le doy gracias al destino, a Dios y a la vida por haberla puesto en mi camino.

Solía pasar algunas vacaciones con ella; en diciembre era la más esperada. Su familia es numerosa y hubo una época donde era obligado estar en la noche de Navidad en su casa, y durante mucho tiempo fue así. Una reunión que comenzaba desde que ella organizaba las posadas en la cuadra era emocionante; cada una de las nueve noches recorrer la calle principal con una velita encendida y cantando para pedir posada y que nos dieran los aguinaldos con un tamal y atole. Incluso no faltaba la niña con las greñas chamuscadas, ya fuera a propósito o por accidente.

El mero día de la Nochebuena, comenzaba con los preparativos, con las compras de último momento y lo más importante para ella: el hecho de ver poco a poco cómo se reunía su numerosa familia a medida que se acercaba la noche. De qué hablaban los adultos que pasaba entre ellos no lo recuerdo. Recuerdo una fiesta interminable, risas, cubas para brindar y platicar. Eran finales de los años ochenta; el Bacardí, Don Pedro y Presidente, eran los reyes de todas las fiestas y reuniones, junto con la Pepsi de vidrio. Obviamente, la Navidad no era excepción. Así se divertían los adultos en esa casa donde sólo había dos cuartos que para mí resultaban enormes, eran las recámaras. Una cocina interminable de un olor muy peculiar, olor a hogar, olor a… a la casa de los abuelos; no hay ni habrá otro. Un patio irregular, un baño, una nopalera que parecía una especie de bosque tenebroso, un claro de cemento que hacía las veces de garaje, de taller mecánico e incluso de matadero de marranos para dar de comer en las fiestas.

Pero en realidad, era el techo de la cisterna, que años más adelante cobró una factura muy cara al arrebatarnos a un primo en sus aguas. Al fondo justo estaban los chiqueros de donde salían los cerdos citados, mismos que el abuelo crió durante algunos años; eran muy ruidosos. Ese es el hogar que recuerdo, donde pasé las mejores noches y días de mi vida. Qué se cenaba no recuerdo cuál era el menú. No era importante; de hecho, estoy seguro de que al menos yo no comía. Eran más mis ganas de jugar y correr por todos los rincones, cuidarnos de que los adultos no nos cacharan al desocupar los vasos de las cubas abandonadas, o escondernos hasta en el ropero de la abuela al jugar “escondidillas” o a “las traes”. Parecía que nada de esto la hacía enojar y créanme éramos un chingo de escuincles haciendo de esa noche en especial nuestra noche. Haciendo explotar cuetes, gritando, jugando, peleando, rompiendo las botellas vacías de brandy Don Pedro para encontrar una canica o una especie de pirinola transparente. Todos con un código no escrito de seguir a los primos más grandes, sin cuestionar. Quisiera recordar cuántas veces participé en un “zapatito blanco – zapatito azul” o cuántas balas tenía el mentado avión japonés, pero afortunadamente no es así, fueron un chingo.

Eran los días fríos de diciembre en Huixquilucan; había de todo en las cenas de Navidad. Casi estoy seguro de que en una noche de Navidad una prima intentó fugarse con el novio. Si no mal recuerdo, ella tenía 15 años y él casi le doblaba la edad, y ese era el problema; yo era muy chico. La verdad es un recuerdo forzado, pero de que se armó un desmadre se armó. Poco a poco las cosas fueron cambiando; mi familia de por sí grande se hizo más grande, los primos en edad casadera, los líderes fueron haciendo sus propias familias. La misma casa no se salvó de este crecimiento que obligó a tumbar los chiqueros y a hacer ajustes en la arquitectura improvisada para soportar que todos los que habitaban ahí estuvieran mejor.

Cuando esto sucedió, ahora sí recuerdo lo que cenábamos en la Nochebuena: un rico pozole con cabeza. También había pollos y ensalada rusa —que ni es ensalada ni rusa menos, pero eso es otra historia—. Lo que sí recuerdo y extraño demasiado son los buñuelos; mi abuela los hacía como nadie. Desde preparar la masa, estirar grandes tortillas en una mesa, instalar un fogón improvisado con carbón en una carretilla y freír uno por uno esos discos para formar los buñuelos y culminar con una abundante espolvoreada de azúcar. Pero eso no era todo; al final y de la nada, y tampoco sé cómo ni en qué momento lo hacía, ya tenía preparada una miel de color negro hecha a base de piloncillo, hojas de olor y guayaba, que ponía a calentar en una sartén y enseguida ponía los buñuelos hechos pedazos a remojar. Ese plato no tiene madre —bueno, sí ella—, pero lo que quiero expresar es que el sabor y lo que transmitía en cada bocado, aunque me quemara el “hocito”, sic. Jamás lo voy a encontrar. Mis primas medio le quieren hacer competencia, pero sólo ella sabía el ingrediente secreto: el amor y el corazón con el que preparaba todo esto. No por nada le creció tanto, literalmente, y eso fue lo que la puso tantas veces al borde de la tumba.

En fin, lo inesperado le pasó una Navidad. Su familia ya de por sí grande y desbordada se hizo más grande, y esa noche pues se organizaron otras cenas; ya no llegaron todos como había sido la costumbre. El problema es que nadie le avisó; ella hizo su pozole y sus buñuelos, y solo unos cuantos estuvimos ahí. Recuerdo muy bien ese día porque la emoción de una fiesta y siendo ya no tan niño me llevó a dejar la casa de la abuela e irme pronto con una tía que prometía una gran fiesta con música y buen desmadre. Hasta ese momento uno desprecia la compañía e incluso los sentimientos de las personas que uno más ama; no imaginé que entrada la noche mi abuela llegara a donde la mentada fiesta se estaba dando. Me tocó verla llegar, escuché que tocó lenta y pausada pero fuerte; la música era escandalosa así que se tenía que hacer escuchar. Alguien le abrió, no sé quién y tampoco me importa. Lo siguiente me dejó helado y hasta hoy es un recuerdo que no me deja en paz por la culpa; ella lloraba, pero no derrotada, ni triste, tampoco deprimida; eran lágrimas gruesas de una mujer fuerte pero desilusionada, decepcionada.

Y así, con su calma y su paz pero fuerte y con la voz entrecortada, dijo: todos los años van a la casa, ¿ahora por qué no? Los estuve esperando, tengo mi pozole hecho. No recuerdo qué pasó después; solo un abrazo de alguien, el apapacho y una explicación a medias y tan forzada que no la convenció para nada. Ya nada fue igual los años siguientes; más nuevas familias, nuevos integrantes, más cenas dispersas y lo natural en estos casos o al menos en mi familia, pedos, muchos pedos, pleitos y peleas. Nunca olvidé el mal trago que le hice pasar a la abuela; sé por ella misma que si le pegó en el alma. Al final se repuso, con una inteligencia emocional que le envidié siempre; lo pudo entender y aceptar mejor que cualquiera.

Varios años después, un diciembre, para no variar y también después de muchos sustos ya que mi abuela padeció y sufrió demasiados males, una enfermedad respiratoria llamada EPOC, que le dejó los pulmones como pasitas, la sangre espesa, el corazón enorme que le abarcaba más de la mitad del pecho por el esfuerzo de no bombear con efectividad, entre muchas cositas más, y condenada a vivir conectada a un generador de oxígeno. A mi amada abuela le tocó estar internada desde unas semanas antes de Navidad; parecía que la dejarían salir justo para Navidad, o al menos era el deseo de todos los que la amábamos, pero no fue así.

El 24 de diciembre se aproximaba y yo me invadía de nuevo por ese sentimiento de culpa de la noche en que llegó a buscar explicaciones. Es un día y una noche difíciles; es complicado a quién le gusta estar en un hospital y menos esa fecha, pero yo pensé que se la debía y digamos que para ese entonces la Navidad ya no tenía los mismos efectos de pasión y gusto que alguna vez me provocó. Así que decidí estar con ella; decidí ser el responsable para quedarme a la guardia que por la gravedad de sus males y por el hospital era obligatorio que al menos un familiar se quedara en la incómoda y fría sala de espera.

Así estuve puntual; una tía pasó un largo rato conmigo, después me quedé solo y pasé a la última visita del día, y sin saber, también sería la última vez que la vería viva y hermosa como siempre. Porque cuando la volví a ver, ya no era mi vieja; ya era otra en una caja y con un cristal que la separaba de mí. En esa última cita hablé, platiqué, recé, la besé; ella ya no pudo decir nada, aunque lo intentó, sólo que los tubos que la mantenían con vida no se lo permitieron. La sentí fuerte; la sentí con una mejoría que me hizo creer que saldría nuevamente de esa prueba. Pero dicen que cuando alguien va a morir estando grave o muy enfermo, de alguna manera lo sabe y está en paz y se aprecia como si fuera a mejorar. Y yo así la vi esa noche, esa noche de Navidad que de alguna manera le debía y que volvía a pasar junto a ella como cuando niño; y así me fui de su cama con la idea de que pronto estaría en su casa. Una noche después, murió.

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