viernes, 26 de mayo de 2023

Doce años

"Son doce años ya desde que llegaste a nuestras vidas, y un poquito más desde que supe que vendrías. Fue una tarde de jueves, no exagero ni alardeo, estoy seguro de qué día era. Ya medio sospechábamos que estabas en camino, esto porque tu mamá vomitaba y se quejaba de todos los olores. De hecho, se quejaba de todo mucho más de lo que estaba acostumbrado. Esto nos llamó mucho la atención a ambos, obviamente pensamos que estaba embarazada. Pero como ya habíamos tenido muchos intentos y no llegabas, decidimos asegurarnos. Así que después de un par de llamadas y una cita, la señora pudo realizarse unos análisis para ver qué pedo. Ya había habido otros episodios similares e insisto, nos dejabas en visto y no respondías, igual que ahora, igualito. Así que esta vez revisé los resultados por Internet porque tu madre no quería verlos. Temía que fueran malas noticias.

Es extraño, siempre pensé que un día llegaría a casa y mi esposa me diría: 'Viejo, siéntate, tengo que decirte algo. ¿Estás listo?... Vas a ser papá'. Y lloraríamos y nos abrazaríamos. Obviamente, no pasó. Eso era muy romántico para la personalidad de tu jefita. Regresando un poco, leí los resultados, y decía que había varios miles de unidades de gonadotropina en la muestra. ¿Qué significa esto? No sé. Creí que el estudio diría positivo o negativo. Esta idea falsa de los estudios de embarazo creo que tal vez fue producto de haber visto muchas telenovelas con tu abuela Ceci. El punto es que, al no tener ni puta idea de lo que significaba lo que estaba leyendo, preferí llamarle a nuestra doctora. Para ese entonces, ella había estado presente en muchas consultas, digamos que ya nos conocía muy bien. Le dije lo que leía en pantalla y me dio la noticia más emocionante de toda mi vida: ¡iba a ser papá! Y aquí viene lo más extraño. Llamé a Ivette y le dije: 'Siéntate, tengo que decirte algo. ¿Estás lista?... Vas a ser mamá'. Nos alegramos, y no, no nos abrazamos porque fue por teléfono.

Me desvié un poco, ya que aún no te he dicho cómo y en qué condiciones te conocí, pero era necesario detallar cada momento. Quedamos que era un jueves, la cita con el Dr. Valle, un tipo de lo más serio que puedas imaginar, sin ser presuntuoso. Podría parecer de cualquier profesión u oficio, menos un ginecólogo. Salvo la batita amarilla que de vez en cuando usaba. Estuvimos muy puntuales, pero no íbamos solos. Llegamos con muchos miedos, dudas y bastante ignorancia. Tardamos un poco en pasar al consultorio.

Era una sala de espera pequeña, con paredes blancas y un par de sillones de piel un poco desgastados pero muy cómodos. Cuando por fin nos llamaron, todo pasó tan rápido. A tu mami la preparó una enfermera mal encarada. Primero le dio una bata, le pidió que se desvistiera tras un biombo y la recostó en una mesa de auscultación. Enseguida tomó un tubo de gel y colocó un poco en un aparato muy parecido al que usan los cajeros en el supermercado. El Dr. Valle encendió algo parecido a una computadora que parecía de alguna película vieja. De verdad, por un momento sentí que intentaba conquistar el mundo por medio de ese aparato, más que hacer una revisión médica. Ese armatoste tenía muchos botones, palancas y una esfera cromada que hacía la función de un mouse. Tomó el aparato con el gel y lo pasó por el vientre de Ivette. Al momento, apareció un punto blanco que pulsaba. Hasta aquí no tenía ni idea de qué pasaba. Justo en ese momento... el doctor dijo: 'Pues bien, todo parece estar muy bien. El saco no está vacío y ese puntito que palpita al centro es el corazón de su bebé'. Mis piernas se doblaron, porque además se escuchaban los latidos de tu diminuto corazón. Era un sonido fuerte y claro, y desde entonces sospeché que tendrías una energía interminable. Y hasta hoy no me he equivocado. Y así fue cuando yo te conocí.

Feliz cumpleaños, mi niñe, mi muñequite de pastele. Te admiro mucho y te amo con el alma, y te quiero libre, siempre libre. Libre de ataduras y vínculos emocionales, libre de pensamiento y del corazón."

miércoles, 10 de mayo de 2023

Yo tengo la mejor mamá del mundo

 Yo tengo la mejor mamá del mundo...

Hace algunos años, en el verano de 1987 para ser preciso, sin mucha conciencia más que mis impulsos, mi sentido de libertad, mis ganas de verme separado aunque sea por una semana del yugo de mi madre y su autoritaria forma de educarme, me llevaron a pedir unas vacaciones, un respiro, pero ¿a dónde puede ir uno a la edad de cinco años?, sino con la abuela consentidora, carente de firmeza y con un nulo sentido de autoridad hacia su nieto preferido y con un desbordado corazón donde estábamos un titipuchal de primos, hijos y anexas, ¿de qué huía? ¿qué puede hacerle una madre a su hijo de 5 años en contubernio de su ogro marido? Pues muy sencillo, puede enseñarle a leer a temprana edad — ¡qué salvajada más infame! — también puede enseñarle a contar hasta cien — ¡una brutal tortura! — entre ambos lo orillaron a saltarse las dulces y bondadosas planas de palitos y bolitas para encaminarlo de lleno con toda conciencia y alevosía a las letras y sin comenzar por las vocales. También con cierta malicia en sus planes macabros de ambos, creo que era hacer de este pequeño una suerte de cocinero prematuro, aprovechándose de su infinita curiosidad. Recibía lecciones de cocina que inundaban sus sentidos, era sometido a aromas, formas y técnicas diversas que con el tiempo lo atraparon en ese mundo. También, con pretextos baratos, lo hacían lavar sus trastos de la cocina, incluso sus ropas. El castigo por pintar los pantalones de verde justo a la altura de las rodillas era salvaje y aterrador, y eso que solo pasaba por andar jugando en los pastos. Esa penitencia consistía en despintarlo a puro bracito en un lavadero de piedra sin más ayuda que una enorme barra de color rosa llamada Jabón Zote.

¿Quién no querría un poco de libertad de ese autoritario sistema que usaba los gritos como arma de tortura e imponía tareas interminables como transcribir textos de los libros escolares a una libreta, y por cada error que detectara, hacer una plana con la respuesta correcta? Y si por desgracia eran más de cinco, no había de otra más que repetir la copia. También me ponía a resolver operaciones matemáticas a cambio de media hora de televisión —mucho tiempo— y sin que se diera cuenta utilicé la calculadora científica de mi padre hasta que me atrapó en el acto y... me fue mal para pronto. Todo esto para poder ver a los Guardianes de la Galaxia —un trueque bastante ventajoso—. Pues bien, en cuanto se dio la oportunidad de estar una semana lejos de todo esto, lo aproveché, no sin antes recibir una dosis de chantaje con preguntas tan perfectamente estudiadas para intentar tambalear la decisión de este pequeño revolucionario, cosas como "¿No me vas a extrañar? Vas a llorar, y no podré ir por ti, ¿eso quieres?", pero mis ganas de libertad no se vieron afectadas, se cimbraron pero nada más. Cogí valor y no me detuve.

Las letanías de mi madre no pararon en la puerta de mi casa cuando salía tomado de su mano y con mi pequeña maleta, sino que en casa de la abuela, a varios, varios kilómetros de distancia, continuaron. Pero ya iban en otro sentido, ya no eran para mí. La carga emocional y la psicología eran distintas. Era un discurso más amenazante dirigido a mi abuela. En resumen, mi madre sentenciaba que si a su pequeño esclavo le pasaba algo, la iba a conocer. Sólo que mi abuela, con esa inteligencia emocional y su infinita paciencia, la escuchó, pero hizo caso a la mitad de sus peticiones, por no decir que la ignoró.

Una sentencia de mi madre era que, por una extraña razón, presentía que mi abuela estaba planeando un viaje a su pueblo natal, al bello y hermoso estado de Michoacán... ¿Por qué sospechaba eso mi madre? No sé. Creo que está dotada con una suerte de sensor de desgracias o con un don de adivina, o algo aún peor, es como un oráculo. Es decir, si ella dice: "no hagas tal o cual cosa porque te puede pasar tal o cual cosa", y si uno decide desobedecerla, pasa exactamente la desgracia descrita anteriormente.

Evidentemente, a mi abuela le valió tres cominos, y en la madrugada nos fuimos a Michoacán. ¡Qué huevotes los de mi abuela! Tomó sus maletas, mis cosas, las cosas de la tía ratona (una suerte de tía a destiempo ya que tenía mi edad. Magda es la hermana menor de mi madre. Lo de ratona se lo asignó su profesor de primaria. A su corta edad tenía más sobrinos que otra cosa). No tengo muchos detalles del viaje, un par de autobuses tal vez, comer unas ricas tortas de frijol y queso a medio camino. Que aunque fuera largo, el hecho de tener plena conciencia de estar como prófugos lo hacía bastante agradable y lleno de adrenalina. Yo le pregunté a mi abuela qué haríamos si se daba cuenta Ceci, pero ella sólo se limitaba a decir: "¿Y qué me hace tu madre?" Y pues sí, ¿qué le podía hacer mi mamá?

Muchas veces escuché del rancho donde había nacido mi mamá. Muchas veces oí a mi abuelo contar divertidas historias de ese lugar, y por fin lo conocía. Y también conocí a muchos familiares que no tenía idea siquiera que existían. Volví a ver a mi bisabuela, una señora hermosa con miles de arrugas en el rostro que era hipnótico ver su rostro. Siempre con un cigarro delicado encendido en medio de los dedos de la mano derecha. Era un espectáculo ver cómo lo apagaba con la lengua no sin antes haber encendido otro. Me tocó ver cómo las primas de mi madre se levantaban diariamente de madrugada para llevar el maíz al molino para hacer las mejores tortillas que jamás he probado. Solas son deliciosas, pero son los frijoles que se preparan allá los que no tienen igual en ningún lado. Es un manjar. "No he vuelto a probar algo así, no sé qué es, si la cazuela de barro, la manteca o el corazón con que se preparan o todo junto, pero qué rico se comía al pie del fogón". Ver cómo se inflaban las tortillas al calor del comal es el mejor espectáculo del que pude ser testigo.

Todo estaba perfecto, el viaje estaba como lo planeado, muy a gusto, sin contratiempos. Yo no recordaba ni que tenía madre ni hermanos ni nada, pero las profecías de Ceci pronto se harían presentes cuando una tarde de lluvia -por aquellos lugares llueve con tal intensidad que es hasta perturbador y a la vez tan placentero que llega a ser muy relajante- un primo llamado Alejandro brincaba del quicio de la ventana que medio iluminaba una de las recámaras. El salto lo llevaba hacia la calle. Lo repitió tantas veces a manera de juego que a mí se me hizo fácil intentarlo. La verdad es que lo sentí como un reto y así, sin tanto pensar, ya estaba trepado en el borde de la ventana listo para dar el salto. Recuerdo que no era una gran altura, se podía librar fácil. Ya había visto a Alex cómo lo hacía. Esta era una suerte que no requería mucho esfuerzo, y lo hice. Salté, pero salté hacia arriba, no directo a la calle. Y al haber hecho eso nunca contemplé las láminas que sobresalían a manera de marquesina y las golpeé con la cabeza. Hecho que me descontroló y me envió descompuesto y aturdido a caer sobre la mano derecha con todo mi peso. De más está decir que solté un llanto de horror que estoy seguro mi madre escuchó. Días antes ya había tenido un aviso. Cuando la tía ratona y yo accedimos a treparnos a una yegua, nos pusieron un banco y con muchos esfuerzos nos montamos. El pedo es que nadie había atado la silla. El animal, en cuanto sintió el peso, salió disparado dejándonos en el aire. Nos dimos un buen madrazo y un susto que pasó rápido convirtiéndose en carcajadas. Yo creo que mi abuela se espantó de a deberas, y aunque tomó las cosas con calma, no dudó en revisarme y tratar de aliviar mis molestias. Al día siguiente, me llevó junto con mi bisabuela a ver a un huesero unos pueblos más adelante, San Francisco. Lo recuerdo perfecto. Llegamos donde un señor alto, de mirada perdida, con una piel como si estuviera seca y de color cobre nos esperaba me dio una sobada con cremas y aceites, puso una venda, cobró y a la chingada. Yo me sentía igual o peor, pero no dije nada.

Las vacaciones acabaron pronto. Mi madre hizo el drama de su vida cuando se enteró de que me fui a conocer su pueblo natal sin su permiso. Hoy la entiendo perfecto. Me pone de muy mal humor cuando consienten de más a mi hija, cuando sus abuelos o tíos o quien rayos sea toma decisiones sin consultar, cuando llego a buscarla y no está porque ya se la llevaron. Y no por ser egoísta, sino por la preocupación que genera el que ande lejos de mi control, de mi protección. Es una angustia terrible. Pobre de Ceci, debió haberla pasado mal. De alguna manera menos exigente, mi pequeña también es mi esclava. Ya lava trastes, ya se encarga de su cuarto, y está aprendiendo a cocinar poco a poco. En realidad, estoy agradecido con la forma en que mis padres me educaron y formaron. Gracias al carácter severo y poco tolerante de mi mamá, es que sé hacer muchas cosas. Y sí, me da terror que un día Valentina me pida vacaciones cómo yo lo hice alguna vez.

Al final del viaje, ya en casa, yo me quejaba demasiado cuando tenía que usar la mano derecha o sea... todo el tiempo. Supongo que a mis padres les llamó la atención también, y paramos en el hospital. Pobre de mi padre, le acomodaron una regañada y casi terminamos en el DIF por maltrato infantil. Lo llamaron inconsciente salvaje y no sé qué más. Ya que producto de la caída, me rompí la muñeca. Más de un mes con yeso, desde el codo hasta la palma de la mano. Se veía muy chido ese yeso lleno de firmitas y dibujitos de colores. Esa gritoniza pasó directo a mi abuela por parte de mi mamá. Ya ese es tema de ellas cómo se hayan arreglado, pero es una anécdota que aún se recuerda, que aún está presente. Mi madre la platica con más coraje. Después de ese primer viaje al rancho, hicimos varios más, y en cada uno ocurrieron mil cosas.

Pasé muchas aventuras con mi abuela, desde bebé, como cuando me llevó a Chalma, obvio sin permiso, y no llegamos a tiempo para evitar que Ceci se diera cuenta, porque se descompuso la vieja camioneta del abuelo. Y que, para calmar mi llanto, compró leche en una tienda y me la dio en una botella de caguama —solo espero que haya sido Victoria, odio las coronas—, pero ya en otro momento las contaré con más detalle.

Amo a las mujeres de mi familia. Ceci, espero que te guste esto que escribí. Sabes que te estoy agradecido. A dondequiera que andes, abuela, te amo y no te olvido. Nunca te eché la tierra como me lo pediste. A mi bisabuela corajuda que siempre me llamó muchachito, su muchachito —¿recuerdas cuando me regañaste por estar lavando mis pantalones y obligaste a mis tías a hacerlo, pegando de gritos y diciendo "muchachas cabronas que no ven a este jijo lo que está haciendo, se le van a caer los huevos, órale a lavar esos pantalones"?—, yo te recuerdo con mucho cariño. Por sus enseñanzas e influencias es que soy lo que soy.

¡Feliz Día de las Madres!