domingo, 19 de enero de 2025

Instrucciones para dejar ir...

Primero y muy importante, tener algo para dejar ir, ganas de dejarlo ir y harta fuerza de voluntad. Ya sea a alguien o algo, por ejemplo, yo debía dejar ir los rolecitos de canela, lo sabía, sabía que esas madres todas deliciosas, esponjositas en su paquetito de seis y acompañadas con un café expreso recién hecho para equilibrar lo dulce, me estaban multiplicando los triglicéridos a niveles ya preocupantes, pero no podía lograrlo; era como si un impulso involuntario me obligara a tomarlos del enorme anaquel donde los exhiben sin darme cuenta. Como en todo, los extremos son lo malo... La enseñanza solo es que me hacía daño y me preferí a mí sobre el placer de comer un simple pan; es decir, lo reduje a su mínima expresión y ALV, ya no era el delicioso pan de canela con pasitas, todo esponjoso y delicioso, solo es un vil pan y ya está.

A esta edad, que ronda los 43, ya hubo muchas más cosas que tuve que dejar ir por mi bien, y sin andar penando o buscando sustitutos, o cosas parecidas. Para mí, las personas, cosas, objetos, gustos y disgustos son como son y no hay nada que se les parezca o reemplace, aunque te digan lo contrario, qué tal eso de buscar cosas que emulan las carnes rojas; pienso que si ya has decidido dejar la carne y ser vegetariano, no le veo el sentido a buscar salchichas de soya o jamón vegetariano o "carne" hecha a base de quién sabe qué polvos y colorantes para emular algo que se supone ya no quieres consumir. Ya está, lo dejas y punto, no sé qué se le deba hacer a algunos vegetales para que sepan a tocino. Creo que todo eso hace más daño que comer un corte de carne, cada quien, pero por ejemplo: eso de buscar una leche que no sea leche, pero que se le parezca, pues como que no. Será que nunca me pude adaptar o que no tuve suerte, pero ni una de almendra, ni una de soya, ni una de coco nunca serán lo mismo que una lechita lala "fresca", fría, bañando unos "corn pops" en la madrugada, la neta. O remojando unas galletitas Marías hasta que queden aguaditas, todas deliciosas. Si te gusta el café con leche, es con leche de vaca, evaporada, condensada, entera o deslactosada, hasta en polvo, pero neta no sabe chido con ninguna de las que pretenden ser leche y solo terminan siendo agüita guanga de lo que se les ocurra, y para mi la de almendras es la peor. 

Pero bueno, de nuevo, cada quién. Volviendo al tema de la lechita, cuando tuve que dejar los lácteos fue porque ya no procesaba chido la lactosa y me dejaba los intestinos inflamados como perrito de carretera. Y no es exageración; producía muchos gases y es por demás decir lo bastante incómodo y desagradable que es eso. Entonces, de un día a otro, no más leche de vaca, de ninguna. Y otra vez, la enseñanza solo es que me hacía daño y me preferí a mí sobre un gran vaso de leche fría o un delicioso queso provolone cubriendo una lonchita de jamón serrano en un pan de masa madre con aceitito de oliva, o un poco de ensalada de espinacas sobre queso, mucho queso parmesano —Eso es lo que tal vez más me ha dolido dejar ir, los pinches y deliciosos lácteos—

Luego, por si fuera poco, tanta dejadera, un día tuve que dejar ir lo que tal vez ha sido lo más peligroso —más peligroso que el alcohol, que ese digamos fue pura casualidad que nos olvidamos a tiempo, ni me extraña ni yo a él, nada. Bueno, ni a mi whiskey que sacaba del congelador y que saboreaba los viernes después de una semana pesada, ni ese extraño—. Lo que considero fue lo más peligroso fueron los putos chiles guajillos, del que pica y del que no —Sigo creyendo que eso es un chisme sin mucho fundamento—. Para mí son iguales ambos y no sirven para algo grandioso más que para pintar los platillos y hacerme daño y ya está, esa es toda su función. El pedo es que se le pone a lo más delicioso que hay: el pozole, la birria, los mixiotes, el mole, la pancita o las enchiladas michoacanas que hace doña Ceci. Pero insisto, el guajillo no siento que aporte gran sabor y o sea, un ingrediente tan chingón, insisto que solo sirve para ponerle un tono rojo precioso a los platillos y para que me dé un reflujo del infierno. Tardé en descubrir qué era lo que me provocaba ese mal tan horrible; la primera vez que lo conocí coincidió con una visita al restaurante godín por excelencia, Casa de Toño. Y yo, siendo alguien que le gusta comer y odia desperdiciar su hambre con cualquier platillo, esa vez me pedí un pozole grande con cabeza y maciza para festejar el cumpleaños de quién sabe quién en la sucursal de Cuajimalpa centro, esa que está frente al Walmitar. Nunca lo olvidé, o sea me supo bien chingón, pero pagué las consecuencias en la madrugada cuando me despertó de golpe una sensación de quemazón en la garganta por un líquido que brotó de mis entrañas y que no me dejaba respirar. Por más que gruñía y trataba de jalar aire, es horrible sentir que no puedes respirar, que nadie puede hacer nada y que solo es un sustote para todos. Pareció una eternidad y, de repente, poco a poco, pude recuperar el ritmo de respiración y la paz. Eso me pasó muchas veces y no tenía claro qué era lo que lo provocaba. Después de mucho andar de doctor en doctor, descubrimos que era en parte el azúcar con grasa como el de las putas donitas bimbo, las espolovoreadas esas y principalmente ese pinshi chile lo que me tenía así. Solo ese, ni los chipotles, ni el ancho, ni el morita, ni los de árbol, ninguno me hace el daño que el guajillo, que hasta el nombre es medio pinche. Dolió porque me encanta comer de todo; hasta las ansias me saben rico. Ahora lo evito a toda costa y hasta donde es posible. Si por andar de metiche o en alguna invitación alguien me ofrece un pozole o una birria de comer, mi educación no me permite ponerme mamón. Hay quienes me conocen la patita de la que cojeo y me procuran un plato sin chiles rojos, pero si es inevitable, pues lo como y, después de postre, bebo un sobre de una cosa asquerosa que se llama riopan o algo así. Y no, no vale la pena; el contenido de ese sobre es como si exprimieras un insecto gordo y feo y comieras sus entrañas. Neta que no vale la pena ofender un pozole con tremendo remedio. Siendo un amante de la cocina, he tenido que buscar maneras de cocinar sin que me provoque un mal y por eso digo que el guajillo ni va ni viene; lo que he cocinado que supuestamente debe llevar ese chile no le ha hecho falta. Además, un pozole blanco estilo Guerrero queda delicioso con una salsita macha por aparte. Y nuevamente el aprendizaje fue que me preferí a mí antes que un molito con huevitos estrellados para el desayuno, por poner un ejemplo de muchos.

En fin, todo esto para tratar de explicar que dejar ir debería ser mucho más fácil de lo que parece. En mi caso, solo entendí que ya no más; por más que lo quisiera, o sea, no había una forma de hacer que la leche no me hiciera daño, o ciertas comidas. No es como que un día, en la madrugada, extrañando a mis roles de canela les hubiera mandado un mensaje de voz llorando y rogando que cambiaran para que ya me los pudiera comer como antes sin que me hicieran tanto mal. Nunca le rogué al pozole o al molito que ya, por favor, recordaran tantos bellos momentos que vivimos juntos en tantas fiestas y excesos, que volviéramos, que yo iba a poner también de mi parte para que todo funcionara de nuevo. ¡No! Eso no pasó primeramente porque hubiera parecido un subnormal retrasado y segundo porque lógicamente sé que no tienen la capacidad de cambiar, son como son y ya está; se acepta y se continúa como si nada, como si nunca. Lo mismo debería ser con los rolecitos de canela y los pozolitos con patitas y corazón y miradas preciosas, solo que esos sí pueden responder los mensajes y las llamadas, o las indirectas, y es ahí donde todo se quiebra porque creemos tener la capacidad de hacer que la situación cambie y, pues no es así. Simplemente solo deberíamos priorizarnos, querernos más y aceptar que nunca volverá a ser lo mismo; preferirnos a nosotros mismos y cuidarnos, y en una de esas, hasta nos damos cuenta que también somos o hemos sido una birria enchilosa con patitas y mirada sexy para alguien más y le hacemos mucho daño.




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