¿Alguna vez has necesitado algo pero conscientemente no sabes que lo necesitas? Es confuso, pero por ejemplo, a veces pasa que necesitas descansar. El cuerpo pide de distintas formas que pares un poco y duermas más, pero uno no se da cuenta; incluso creemos sentirnos con más vitalidad hasta que colapsas y se pone feo el asunto. Tal vez ese ejemplo es muy obvio, pero habrá situaciones en las que no se sabe conscientemente que se necesita un remedio porque desconocemos el mal. Trataré de ser más claro; esta vez me refiero a un tema más del corazón, a una necesidad de sanar el alma y los sentimientos, y te voy a relatar un suceso peculiar que viví un fin de semana hace un par de años en una boda, siendo yo un simple invitado de una invitada.
Una boda bien cool, que comenzaría un viernes de abril con un brindis para los novios. Todo transcurrió bien, muy normal, pero ahí, entre unas cervecitas, risas y varias personas, una me llamó mucho la atención. Era un señor elegante de unos 70 años con un puro en la mano, un sombrero bastante coqueto; vestía una guayabera más que fina de color hueso, y con una expresión y una actitud como de alguien que no tiene pendientes para el siguiente lunes en una oficina y tampoco tiene ni una sola preocupación. Estaba con varias personas a su alrededor y él, platicando, sonriendo bien a toda madre, sosteniendo un vaso de whisky y un puro, ambos con una sola mano. Mientras seguía el festejo, solo pensé: si un día tengo su edad, así me quiero ver. Quiero tener ese porte y esa paz; así me fugué un buen rato pensando en un futuro imaginario, y neta que si un día llego a esa edad quiero estar así, con mi puro y un trago en la mano, rodeado de la gente que quiero.
La lluvia llegó y medio atropelló aquel íntimo festejo. Tuvimos que acomodarnos "apretaditamente" en un espacio techado, pero el ánimo no decayó; al contrario, se hizo más chingón. Solo por un breve lapso y tan tan a dormir, para estar chingones al otro día, con la preocupación de que no fuera a llover y estropear la boda. Eso no pasó; todo lo contrario, porque fue un gran festejo: elegante, precioso, despampanante. Que si una cervecita pa' la calor, que si una margarita de tamarindo para esperar, y de repente se abrió una barra de gins, ¡neta que chingonería de festejo! Fui por uno de cítricos y luego uno de frutos rojos, y otra vez, y así, y ooooots, que bien se estaba poniendo todo. El señor elegante de la noche anterior, obviamente, estaba ahí, a un par de mesas a la izquierda de la nuestra, lucía mucho mejor que en el brindis; el sombrero pequeño, la actitud seguían igual, pero ahora la guayabera era azul y yo seguía pensando lo mismo: qué chingón sería algún día verme así.
La fiesta siguió y se puso cada vez más chida. Yo entré en modo plática y la pasé a toda madre. De repente, y ya con algunas estocadas encima, se me metió en la cabeza que tal vez era buena idea presentarme con el señor, saludarlo, conocerlo, decirle lo que estaba pensando. No sé bien qué me dije a mí mismo para darme valor y hacerlo, pero lo próximo que recuerdo es que yo ya estaba en su mesa platicando con él y con quien yo creía que era su esposa.
Creo que tengo esa capacidad de poder entablar una conversación casi con quien sea y platicar de cualquier tema de una manera sana, sin ser mala copa, y esta vez no fue la excepción. Me presenté respetuosamente y le dije derecho que me parecía una persona bien elegante, agradable, y que algún día me gustaría verme así como él. Sonrió bien chingón con mi declaración; es más, hasta diría que me provocó cierta confianza, paz y hasta ternura. Me dijo que eso que yo le había expresado era el mejor halago que un hombre le puede hacer a otro. Lo tomó muy bien, me dio un par de consejos muy sinceros; entre varios, me sugirió que no me esperara a tener su edad para hacer lo que me gusta y ser feliz. Me presentó a su acompañante, que resultó ser su hermana. Yo le pregunté a él si nos podíamos tomar una foto; accedió muy amablemente. Le confesé que había pensado que la señora era su pareja y él soltó una carcajada. Después hizo arder su puro y me dijo que tal vez el secreto de la felicidad a esa edad era estar soltero, que lo tomara en cuenta, pues él ya no creía en el amor después de haberse divorciado cuatro veces. Fue una plática que duró muy poco, pero aún sigue en mi memoria como si hubiera pasado ayer. Nos despedimos con un abrazo, un apretón de manos, y me dijo su edad, 72 años, y su nombre, Jorge... y hasta ahí recuerdo; sé que agregó su apellido y algo más, pero en cuanto escuché su nombre, también sentí un balde de agua fría y tuve que regresar a mi silla para calmarme.
Te preguntarás: ¿a cabrón y por qué o qué? Pues resulta que yo tenía un pendiente casi casi desde que nací con un señor que también se llama Jorge, de igual edad, pero que nunca conocí. Sé de su existencia y supongo que él de la mía, pero nunca nos pudieron presentar por más que se hizo el intento. Entonces, cuando el señor elegante de la fiesta me dijo su edad y su nombre, me invadió la ansiedad incontrolable de estar ante una de esas bromas que de repente te pone la vida. Con las estocadas encima y con las ideas revueltas, yo creía que el señor Jorge con el que tenía un pendiente desde hace más de 40 años lo tenía a unos pasos de mí.
Lloré, me sentí muy vulnerable, me sentí un niño indefenso y no tengo claro cómo logré calmarme. Sé que mi acompañante no me dejó y que, lejos de sentir pena ajena o vergüenza, aguantó vara y me arropó bien chingón. No tengo claro qué pasó después; sé que tenía mucha incertidumbre y hasta miedo de que en verdad fuera el mismo Jorge. La fiesta continuó, el pastel, el baile, y de repente unos fuegos artificiales encendieron el cielo bien chido; los novios felices y yo, mucho más tranquilo, busqué a mi nuevo amigo, pero ya no lo volví a ver.
¿Qué pasó en realidad? Pues creo que fue una casualidad para sanar algo que no sabía que debía sanar. Hoy pienso que simplemente fue una casualidad bien chingona para trasladar un vacío emocional, una herida de abandono a una persona que sirvió de enlace, como un avatar para que yo pudiera soltar y dejar ir. Lo fascinante aquí es que ese avatar tenía el mismo nombre que el señor de mi pasado. Creo que al final sí fue una broma de la vida para que me quedara claro lo que estaba experimentando. Esa noche, sin planearlo, pude decir: no me debes nada, don Jorge, lo que es más, ni rencor siento; nunca lo he sentido y neta hasta creo que entiendo por qué pasó lo que pasó entre nosotros. Y también siento que fue como un adiós de la vida, como un no te preocupes si algo tenía pendiente conmigo, ya está, ya quedó, ve en paz.
Días después supe que eso que experimenté de manera fortuita tiene un nombre: se le conoce como constelación familiar, solo que normalmente se planea, se desea y se hace con un grupo que lleva una guía. Son una especie de técnica terapéutica y sirven para entender cómo los eventos y relaciones de nuestra familia pueden influir en nuestra vida actual. Es como si nuestra familia fuera un rompecabezas, y cada pieza (abuelos, padres, hermanos, etc.) tiene un papel importante en la forma en que nos sentimos y comportamos. La práctica de las constelaciones familiares es una técnica terapéutica que se basa en una combinación de conceptos y teorías de la psicología, la filosofía y la espiritualidad. Sin embargo, su fundamento científico es limitado y controvertido. Pero la práctica de esta terapia implica creer en la existencia de un "campo morfogenético" o un "campo de resonancia" que conecta a los miembros de una familia y permite la transmisión de patrones y energías. Esta idea no tiene mucho fundamento científico sólido y al final es más una cuestión de fe o una creencia espiritual. Como sea, hoy creo que he disfrutado y aprendido mucho de la vida gracias a la fe y a ciertas casualidades, como la de encontrarme a don Jorge en aquella boda. Sigo pensando que si llego a los 70 años me gustaría verme así de bien. A mis 42 creo que ya pude resolver ciertos patrones y conflictos que me han convertido en un hombre sin rencores ni apegos emocionales. Hoy me siento libre del corazón y del pensamiento, e intento seguir lo que dijo aquel señor en la boda: no esperar para hacer lo que se me inflame y ser feliz ahora. Al otro Jorge, bendiciones donde quiera que esté.
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