viernes, 31 de enero de 2025

El amor de mi vida

Hace unos días, mi pequeña y yo salimos a dar una vuelta y a hacer unas compras en el supermercado. El tiempo se nos fue entre el tráfico, la poca prisa que teníamos y una que otra actividad que estaba fuera del plan original. Después de completar las compras y los encargos, la pequeña quiso comer ramen. De camino al restaurante, platicamos de muchas cosas y escuchamos muchas canciones: algunas las cantamos a todo pulmón, otras solo nos dejaron en silencio. Con alguna otra, le compartí que me recordaba a su mamá, cuando casi nos mandamos al diablo y por poco y no nace. Pero justo con una canción de Intocable comenzamos una plática muy peculiar. Le compartí mi sentir sobre un amor que me llegó al corazón, de esos amores que te marcan y, de alguna manera, se vuelven inolvidables, aunque uno no quiera. Lo más extraño y casual es que, al irle contando de aquella mujer, pasamos por donde sé que estaba su casa la última vez que supe de ella.

Yo siento que Valentina se interesó mucho en la historia que le iba a contar, además de que recordé que esa mujer le había dejado un recado que, al final, le diría. —No es mame, esa mujer le dejó un recado a mi hija el día que terminamos—. Le conté un poco de la historia. Le dije que la conocí en el transporte público y que, desde que la vi un lunes a las 6:50 de la mañana, me dejó marcado. Era la mujer más guapa que yo jamás había conocido, de verdad me gustaba bastante. Hice todo lo posible por darme a notar hasta que me decidí a hablarle y presentarme. Digamos que tuve suerte porque un día nos tocó ir juntitos en la parte de adelante de una combi que nos llevaba al mismo destino. Lo chido es que ella tomó muy bien mi acercamiento. Eso sí, me dijo que, claro, ya me había notado por esa mirada de loco que tengo y que llegó a pensar que me caía mal o algo así.

Todo pasó rápido, muy rápido de hecho. Ella estudiaba periodismo y comunicación, y yo diseño, en la misma facultad. Se llama Gaby y fue mi novia, la novia más guapa y hermosa que jamás había tenido.

Pero así como empezó, así mero se acabó: rápidito. Creo que fue tan intenso para mí porque siento que fue ese primer amor más formal, más consciente, por la etapa de mi vida en la que coincidimos. Se acabó enteramente por mi culpa, específicamente por mi nivel de intensidad, por querer correr antes de caminar. Obvio que en su momento no lo entendí, y fui aún más intenso al intentar arreglar lo que ni siquiera tenía claro cómo se había descompuesto. Era tan hermosa y tan guapa que solo quería presumirla por todos lados. Fuimos a un concierto, a pasear, a comer, al cine y muchas veces a comprar materiales para nuestras clases de foto. Pasamos horas platicando de lo que nos gustaba y de lo que no, sin tantas vueltas ni enredos. Ella era fan de un programa de TV que se llamaba Otro Rollo y por eso estudiaba periodismo, y también era fan de Intocable —por eso me acordé de ella cuando en el auto con Vale salió una canción de ese grupo—.

Experimentamos juntos un 14 de febrero y me vi llevándole un enorme globo, un peluche con un ramo de flores y chocolates, todo "súper original, obvio". Ella, creo, sí le puso atención a una plática que tuvimos una tarde, cuando, entre ensalivada y ensalivada, le conté que ojalá hubiera un capítulo donde por fin Silvestre se tragara al odioso de Piolín, o que Tom y el Coyote algún día lograran concretar sus planes. Entonces, Gaby me sorprendió con un cuadro de Silvestre sin Piolín, que además tenía una dedicatoria muy bonita en la parte de atrás, con su letra —todo me gustaba de esa mujer—. Además del cuadro, ese día de San Valentín me regaló una lata cuadrada de galletas, lata que, sin querer, aún conservo. El cuadro, al final, mi hermanita lo colgó en su cuarto y creo que aún lo tiene.

En fin, le conté el final a Vale: que justo por querer gritarle al mundo que tenía una novia muy bonita, se me ocurrió la brillante idea de invitarla a una fiesta familiar. Ella aceptó, pero solo sirvió para darse cuenta de que yo era más intenso que el café y más espeso que el pulque. Yo estaba tan feliz de que hubiera aceptado que, de camino a esa fiesta, le dije que la amaba, le hice saber lo feliz que me hacía, entre otras cosas igual de intensas y cursis.

Justo ahí, Valentina me interrumpió y me dijo: "Es que tú también, papá, te pasas. Team Gaby por siempre". O sea, hoy ya sé que sí me dejé ir como niño en avalancha hechiza y sin frenos por una bajadita llena de hoyos, pero lo más chingón de la interrupción fue que ella se sintió identificada con Gaby. Digamos que le estaba pasando lo mismo con un noviecillo muy espeso que no dejaba de decirle lo que sentía por mi bebé, que no dejaba de ser empalagoso y, además, pedía explicaciones de por qué Vale no le expresaba lo mismo, entre otras intensidades más. Con la experiencia y con lo que estaba escuchando, pues obvio, hoy yo también soy Team Gaby. Hoy la entiendo tanto.

Me gusta mucho hablar de estas cosas con mi hija, me encanta tener esas pláticas. Si bien sabía que tenía novio, también me ha contado de sus miedos, sus preferencias y sus inseguridades. Alguna vez leí que no era bueno que los chicos de secundaria tuvieran noviazgos por algunas razones que me parecen absurdas, porque pareciera que no hubiéramos sido esos mismos chicos de secundaria, con las hormonas como hervidero de hormigas. Siento que prohibir o amenazar solo corta la comunicación con los hijos adolescentes. Al final, tener una relación de novios con un chico de su edad le dará las experiencias necesarias para ir formando su corazón y sus sentimientos. Le dará recuerdos inolvidables, buenos y malos. Si la relación fuera con alguien mucho mayor, claro que sería una señal de alarma y tendría que buscar las herramientas para hacerle entender lo peligroso de un noviazgo así. Hoy hablamos de sexualidad abierta y directamente, y también del respeto y el cuidado de los sentimientos de los demás, pero principalmente del cuidado de sus sentimientos y su integridad. Más ahora que supe de su novio. Siempre termino diciéndole que la sexualidad humana no es como el Costco: aquí no se dan pruebas gratis de nada.

En fin, yo pude terminar mi historia mientras comíamos ramen, y días después Vale siguió el ejemplo de Gaby y dejó por la paz la relación con el muchachito intenso ese.

Por mucho tiempo yo creí que Gaby sería el amor de mi vida, muchos años lo sentí así y aún cuando tuve otras novias le guardé su lugar un buen rato. Creo que el concepto del amor de tu vida es real y cobra mucho sentido cuando te das cuenta que no es uno sino varios, y es porque al menos en mi caso no he sido el mismo en más de 42 años, además que hueva no haberlo hecho, no haber evolucionado y tener varias versiones de uno mismo a lo largo de los años, a veces reflexiono en como era, en lo que yo pensaba y como me conducía en otras temporadas de esta serie y si hay algunos capítulos en que el guionista si se la mamó, y si me da un chingo de incomodidad y vergüenza, entonces pienso que con suerte se tiene un amor de la vida casi para cada una de esas etapas. Y por obviedad, pues ya no son compatibles, en su momento es chingón que vas evolucionando a la par de tu pareja, no siempre pasa pero cuando sucede... Suceden cosas bien chulas. A veces solo son lecciones importantes, creo que las parejas con quiénes decides compartirte tienen o dominan ciertos factores que uno no, buenos y malos, por ejemplo yo no sé decir que no a casi nada, pero tengo mucha paciencia y soy muy desprendido, soy muy empático y un abogado del diablo muy eficiente. Trato de transmitir y enseñar eso. Entonces, gracias a los amores de mi vida noto que hoy he aprendido a decir que no con más facilidad y soy un poquito más reservado y un poquito egoísta y creo que ya me quiero más...

Te preguntarás, o no ¿Qué recado le dejó Gaby a Vale? O sea claro está que Gaby no podía saber que yo tendría una hija, porque ni yo lo sabía, pero justo cuando ella terminó nuestro noviazgo después de desaparecer un par de semanas sin saber absolutamente nada de ella, más que un correo electrónico a mi hotmail donde decía que pronto hablaríamos —Todo esto pasó antes de que el celular fuera tan accesible, antes de las redes sociales y en tiempos del teléfono fijo— Cuando por fin nos vimos, me regresó algunos discos y películas que le había prestado y me dijo sin rodeos el porque terminaba conmigo, algo así como que no estábamos en el mismo canal y que yo iba muy rápido y muy intensamente, aligeró el momento con algunas cualidades que le agradaban de mi y terminó diciéndome "Vas a ser un gran papá, cuídate mucho", me dejó un beso en la comisura de los labios y se fue... Vale solo dijo, "Esa Gaby, sabía cosas, obvio que eres el mejor papá" Aun hoy me sigo preguntando ¿Cómo por qué me dijo eso? ¿Cómo lo podía asegurar? ¿En qué se basó para tal sentencia? Nunca lo sabré, esa fue la ultima frase que le escuché y jamás volví a saber de ella, ni la busqué ni ella tampoco y estoy seguro que si la vuelvo a ver no nos reconoceríamos, bueno ella a mi sí, ella tiene una ventaja porque yo sigo teniendo el mismo modito de andar de toda la vida. 




miércoles, 22 de enero de 2025

No sabía que necesitaba sanar

¿Alguna vez has necesitado algo pero conscientemente no sabes que lo necesitas? Es confuso, pero por ejemplo, a veces pasa que necesitas descansar. El cuerpo pide de distintas formas que pares un poco y duermas más, pero uno no se da cuenta; incluso creemos sentirnos con más vitalidad hasta que colapsas y se pone feo el asunto. Tal vez ese ejemplo es muy obvio, pero habrá situaciones en las que no se sabe conscientemente que se necesita un remedio porque desconocemos el mal. Trataré de ser más claro; esta vez me refiero a un tema más del corazón, a una necesidad de sanar el alma y los sentimientos, y te voy a relatar un suceso peculiar que viví un fin de semana hace un par de años en una boda, siendo yo un simple invitado de una invitada.

Una boda bien cool, que comenzaría un viernes de abril con un brindis para los novios. Todo transcurrió bien, muy normal, pero ahí, entre unas cervecitas, risas y varias personas, una me llamó mucho la atención. Era un señor elegante de unos 70 años con un puro en la mano, un sombrero bastante coqueto; vestía una guayabera más que fina de color hueso, y con una expresión y una actitud como de alguien que no tiene pendientes para el siguiente lunes en una oficina y tampoco tiene ni una sola preocupación. Estaba con varias personas a su alrededor y él, platicando, sonriendo bien a toda madre, sosteniendo un vaso de whisky y un puro, ambos con una sola mano. Mientras seguía el festejo, solo pensé: si un día tengo su edad, así me quiero ver. Quiero tener ese porte y esa paz; así me fugué un buen rato pensando en un futuro imaginario, y neta que si un día llego a esa edad quiero estar así, con mi puro y un trago en la mano, rodeado de la gente que quiero.

La lluvia llegó y medio atropelló aquel íntimo festejo. Tuvimos que acomodarnos "apretaditamente" en un espacio techado, pero el ánimo no decayó; al contrario, se hizo más chingón. Solo por un breve lapso y tan tan a dormir, para estar chingones al otro día, con la preocupación de que no fuera a llover y estropear la boda. Eso no pasó; todo lo contrario, porque fue un gran festejo: elegante, precioso, despampanante. Que si una cervecita pa' la calor, que si una margarita de tamarindo para esperar, y de repente se abrió una barra de gins, ¡neta que chingonería de festejo! Fui por uno de cítricos y luego uno de frutos rojos, y otra vez, y así, y ooooots, que bien se estaba poniendo todo. El señor elegante de la noche anterior, obviamente, estaba ahí, a un par de mesas a la izquierda de la nuestra, lucía mucho mejor que en el brindis; el sombrero pequeño, la actitud seguían igual, pero ahora la guayabera era azul y yo seguía pensando lo mismo: qué chingón sería algún día verme así.

La fiesta siguió y se puso cada vez más chida. Yo entré en modo plática y la pasé a toda madre. De repente, y ya con algunas estocadas encima, se me metió en la cabeza que tal vez era buena idea presentarme con el señor, saludarlo, conocerlo, decirle lo que estaba pensando. No sé bien qué me dije a mí mismo para darme valor y hacerlo, pero lo próximo que recuerdo es que yo ya estaba en su mesa platicando con él y con quien yo creía que era su esposa.

Creo que tengo esa capacidad de poder entablar una conversación casi con quien sea y platicar de cualquier tema de una manera sana, sin ser mala copa, y esta vez no fue la excepción. Me presenté respetuosamente y le dije derecho que me parecía una persona bien elegante, agradable, y que algún día me gustaría verme así como él. Sonrió bien chingón con mi declaración; es más, hasta diría que me provocó cierta confianza, paz y hasta ternura. Me dijo que eso que yo le había expresado era el mejor halago que un hombre le puede hacer a otro. Lo tomó muy bien, me dio un par de consejos muy sinceros; entre varios, me sugirió que no me esperara a tener su edad para hacer lo que me gusta y ser feliz. Me presentó a su acompañante, que resultó ser su hermana. Yo le pregunté a él si nos podíamos tomar una foto; accedió muy amablemente. Le confesé que había pensado que la señora era su pareja y él soltó una carcajada. Después hizo arder su puro y me dijo que tal vez el secreto de la felicidad a esa edad era estar soltero, que lo tomara en cuenta, pues él ya no creía en el amor después de haberse divorciado cuatro veces. Fue una plática que duró muy poco, pero aún sigue en mi memoria como si hubiera pasado ayer. Nos despedimos con un abrazo, un apretón de manos, y me dijo su edad, 72 años, y su nombre, Jorge... y hasta ahí recuerdo; sé que agregó su apellido y algo más, pero en cuanto escuché su nombre, también sentí un balde de agua fría y tuve que regresar a mi silla para calmarme.

Te preguntarás: ¿a cabrón y por qué o qué? Pues resulta que yo tenía un pendiente casi casi desde que nací con un señor que también se llama Jorge, de igual edad, pero que nunca conocí. Sé de su existencia y supongo que él de la mía, pero nunca nos pudieron presentar por más que se hizo el intento. Entonces, cuando el señor elegante de la fiesta me dijo su edad y su nombre, me invadió la ansiedad incontrolable de estar ante una de esas bromas que de repente te pone la vida. Con las estocadas encima y con las ideas revueltas, yo creía que el señor Jorge con el que tenía un pendiente desde hace más de 40 años lo tenía a unos pasos de mí.

Lloré, me sentí muy vulnerable, me sentí un niño indefenso y no tengo claro cómo logré calmarme. Sé que mi acompañante no me dejó y que, lejos de sentir pena ajena o vergüenza, aguantó vara y me arropó bien chingón. No tengo claro qué pasó después; sé que tenía mucha incertidumbre y hasta miedo de que en verdad fuera el mismo Jorge. La fiesta continuó, el pastel, el baile, y de repente unos fuegos artificiales encendieron el cielo bien chido; los novios felices y yo, mucho más tranquilo, busqué a mi nuevo amigo, pero ya no lo volví a ver.

¿Qué pasó en realidad? Pues creo que fue una casualidad para sanar algo que no sabía que debía sanar. Hoy pienso que simplemente fue una casualidad bien chingona para trasladar un vacío emocional, una herida de abandono a una persona que sirvió de enlace, como un avatar para que yo pudiera soltar y dejar ir. Lo fascinante aquí es que ese avatar tenía el mismo nombre que el señor de mi pasado. Creo que al final sí fue una broma de la vida para que me quedara claro lo que estaba experimentando. Esa noche, sin planearlo, pude decir: no me debes nada, don Jorge, lo que es más, ni rencor siento; nunca lo he sentido y neta hasta creo que entiendo por qué pasó lo que pasó entre nosotros. Y también siento que fue como un adiós de la vida, como un no te preocupes si algo tenía pendiente conmigo, ya está, ya quedó, ve en paz.

Días después supe que eso que experimenté de manera fortuita tiene un nombre: se le conoce como constelación familiar, solo que normalmente se planea, se desea y se hace con un grupo que lleva una guía. Son una especie de técnica terapéutica y sirven para entender cómo los eventos y relaciones de nuestra familia pueden influir en nuestra vida actual. Es como si nuestra familia fuera un rompecabezas, y cada pieza (abuelos, padres, hermanos, etc.) tiene un papel importante en la forma en que nos sentimos y comportamos. La práctica de las constelaciones familiares es una técnica terapéutica que se basa en una combinación de conceptos y teorías de la psicología, la filosofía y la espiritualidad. Sin embargo, su fundamento científico es limitado y controvertido. Pero la práctica de esta terapia implica creer en la existencia de un "campo morfogenético" o un "campo de resonancia" que conecta a los miembros de una familia y permite la transmisión de patrones y energías. Esta idea no tiene mucho fundamento científico sólido y al final es más una cuestión de fe o una creencia espiritual. Como sea, hoy creo que he disfrutado y aprendido mucho de la vida gracias a la fe y a ciertas casualidades, como la de encontrarme a don Jorge en aquella boda. Sigo pensando que si llego a los 70 años me gustaría verme así de bien. A mis 42 creo que ya pude resolver ciertos patrones y conflictos que me han convertido en un hombre sin rencores ni apegos emocionales. Hoy me siento libre del corazón y del pensamiento, e intento seguir lo que dijo aquel señor en la boda: no esperar para hacer lo que se me inflame y ser feliz ahora. Al otro Jorge, bendiciones donde quiera que esté.

domingo, 19 de enero de 2025

Instrucciones para dejar ir...

Primero y muy importante, tener algo para dejar ir, ganas de dejarlo ir y harta fuerza de voluntad. Ya sea a alguien o algo, por ejemplo, yo debía dejar ir los rolecitos de canela, lo sabía, sabía que esas madres todas deliciosas, esponjositas en su paquetito de seis y acompañadas con un café expreso recién hecho para equilibrar lo dulce, me estaban multiplicando los triglicéridos a niveles ya preocupantes, pero no podía lograrlo; era como si un impulso involuntario me obligara a tomarlos del enorme anaquel donde los exhiben sin darme cuenta. Como en todo, los extremos son lo malo... La enseñanza solo es que me hacía daño y me preferí a mí sobre el placer de comer un simple pan; es decir, lo reduje a su mínima expresión y ALV, ya no era el delicioso pan de canela con pasitas, todo esponjoso y delicioso, solo es un vil pan y ya está.

A esta edad, que ronda los 43, ya hubo muchas más cosas que tuve que dejar ir por mi bien, y sin andar penando o buscando sustitutos, o cosas parecidas. Para mí, las personas, cosas, objetos, gustos y disgustos son como son y no hay nada que se les parezca o reemplace, aunque te digan lo contrario, qué tal eso de buscar cosas que emulan las carnes rojas; pienso que si ya has decidido dejar la carne y ser vegetariano, no le veo el sentido a buscar salchichas de soya o jamón vegetariano o "carne" hecha a base de quién sabe qué polvos y colorantes para emular algo que se supone ya no quieres consumir. Ya está, lo dejas y punto, no sé qué se le deba hacer a algunos vegetales para que sepan a tocino. Creo que todo eso hace más daño que comer un corte de carne, cada quien, pero por ejemplo: eso de buscar una leche que no sea leche, pero que se le parezca, pues como que no. Será que nunca me pude adaptar o que no tuve suerte, pero ni una de almendra, ni una de soya, ni una de coco nunca serán lo mismo que una lechita lala "fresca", fría, bañando unos "corn pops" en la madrugada, la neta. O remojando unas galletitas Marías hasta que queden aguaditas, todas deliciosas. Si te gusta el café con leche, es con leche de vaca, evaporada, condensada, entera o deslactosada, hasta en polvo, pero neta no sabe chido con ninguna de las que pretenden ser leche y solo terminan siendo agüita guanga de lo que se les ocurra, y para mi la de almendras es la peor. 

Pero bueno, de nuevo, cada quién. Volviendo al tema de la lechita, cuando tuve que dejar los lácteos fue porque ya no procesaba chido la lactosa y me dejaba los intestinos inflamados como perrito de carretera. Y no es exageración; producía muchos gases y es por demás decir lo bastante incómodo y desagradable que es eso. Entonces, de un día a otro, no más leche de vaca, de ninguna. Y otra vez, la enseñanza solo es que me hacía daño y me preferí a mí sobre un gran vaso de leche fría o un delicioso queso provolone cubriendo una lonchita de jamón serrano en un pan de masa madre con aceitito de oliva, o un poco de ensalada de espinacas sobre queso, mucho queso parmesano —Eso es lo que tal vez más me ha dolido dejar ir, los pinches y deliciosos lácteos—

Luego, por si fuera poco, tanta dejadera, un día tuve que dejar ir lo que tal vez ha sido lo más peligroso —más peligroso que el alcohol, que ese digamos fue pura casualidad que nos olvidamos a tiempo, ni me extraña ni yo a él, nada. Bueno, ni a mi whiskey que sacaba del congelador y que saboreaba los viernes después de una semana pesada, ni ese extraño—. Lo que considero fue lo más peligroso fueron los putos chiles guajillos, del que pica y del que no —Sigo creyendo que eso es un chisme sin mucho fundamento—. Para mí son iguales ambos y no sirven para algo grandioso más que para pintar los platillos y hacerme daño y ya está, esa es toda su función. El pedo es que se le pone a lo más delicioso que hay: el pozole, la birria, los mixiotes, el mole, la pancita o las enchiladas michoacanas que hace doña Ceci. Pero insisto, el guajillo no siento que aporte gran sabor y o sea, un ingrediente tan chingón, insisto que solo sirve para ponerle un tono rojo precioso a los platillos y para que me dé un reflujo del infierno. Tardé en descubrir qué era lo que me provocaba ese mal tan horrible; la primera vez que lo conocí coincidió con una visita al restaurante godín por excelencia, Casa de Toño. Y yo, siendo alguien que le gusta comer y odia desperdiciar su hambre con cualquier platillo, esa vez me pedí un pozole grande con cabeza y maciza para festejar el cumpleaños de quién sabe quién en la sucursal de Cuajimalpa centro, esa que está frente al Walmitar. Nunca lo olvidé, o sea me supo bien chingón, pero pagué las consecuencias en la madrugada cuando me despertó de golpe una sensación de quemazón en la garganta por un líquido que brotó de mis entrañas y que no me dejaba respirar. Por más que gruñía y trataba de jalar aire, es horrible sentir que no puedes respirar, que nadie puede hacer nada y que solo es un sustote para todos. Pareció una eternidad y, de repente, poco a poco, pude recuperar el ritmo de respiración y la paz. Eso me pasó muchas veces y no tenía claro qué era lo que lo provocaba. Después de mucho andar de doctor en doctor, descubrimos que era en parte el azúcar con grasa como el de las putas donitas bimbo, las espolovoreadas esas y principalmente ese pinshi chile lo que me tenía así. Solo ese, ni los chipotles, ni el ancho, ni el morita, ni los de árbol, ninguno me hace el daño que el guajillo, que hasta el nombre es medio pinche. Dolió porque me encanta comer de todo; hasta las ansias me saben rico. Ahora lo evito a toda costa y hasta donde es posible. Si por andar de metiche o en alguna invitación alguien me ofrece un pozole o una birria de comer, mi educación no me permite ponerme mamón. Hay quienes me conocen la patita de la que cojeo y me procuran un plato sin chiles rojos, pero si es inevitable, pues lo como y, después de postre, bebo un sobre de una cosa asquerosa que se llama riopan o algo así. Y no, no vale la pena; el contenido de ese sobre es como si exprimieras un insecto gordo y feo y comieras sus entrañas. Neta que no vale la pena ofender un pozole con tremendo remedio. Siendo un amante de la cocina, he tenido que buscar maneras de cocinar sin que me provoque un mal y por eso digo que el guajillo ni va ni viene; lo que he cocinado que supuestamente debe llevar ese chile no le ha hecho falta. Además, un pozole blanco estilo Guerrero queda delicioso con una salsita macha por aparte. Y nuevamente el aprendizaje fue que me preferí a mí antes que un molito con huevitos estrellados para el desayuno, por poner un ejemplo de muchos.

En fin, todo esto para tratar de explicar que dejar ir debería ser mucho más fácil de lo que parece. En mi caso, solo entendí que ya no más; por más que lo quisiera, o sea, no había una forma de hacer que la leche no me hiciera daño, o ciertas comidas. No es como que un día, en la madrugada, extrañando a mis roles de canela les hubiera mandado un mensaje de voz llorando y rogando que cambiaran para que ya me los pudiera comer como antes sin que me hicieran tanto mal. Nunca le rogué al pozole o al molito que ya, por favor, recordaran tantos bellos momentos que vivimos juntos en tantas fiestas y excesos, que volviéramos, que yo iba a poner también de mi parte para que todo funcionara de nuevo. ¡No! Eso no pasó primeramente porque hubiera parecido un subnormal retrasado y segundo porque lógicamente sé que no tienen la capacidad de cambiar, son como son y ya está; se acepta y se continúa como si nada, como si nunca. Lo mismo debería ser con los rolecitos de canela y los pozolitos con patitas y corazón y miradas preciosas, solo que esos sí pueden responder los mensajes y las llamadas, o las indirectas, y es ahí donde todo se quiebra porque creemos tener la capacidad de hacer que la situación cambie y, pues no es así. Simplemente solo deberíamos priorizarnos, querernos más y aceptar que nunca volverá a ser lo mismo; preferirnos a nosotros mismos y cuidarnos, y en una de esas, hasta nos damos cuenta que también somos o hemos sido una birria enchilosa con patitas y mirada sexy para alguien más y le hacemos mucho daño.