miércoles, 7 de febrero de 2024

Un yesito para el corazón

Estaba haciendo una analogía para tratar de encontrar un consuelo o una cura, o por lo menos una explicación, para cuando se rompe el corazón; algo así como un remedio para pasarla lo menos mal posible, o al menos algo que te haga reír en esos momentos tan feos... Total que una cosa en mi pensamiento me llevó a otra y así, entre tanta maraña de ideas para lo que intentaba teclear, recordé las veces que he regresado de la anestesia...

Han sido varias si contamos las de los dientes y muelas. Siento que anestesia es anestesia y aquí no se discriminan historias. Tres veces fui dormido total, total así de inyección en la espina dorsal con una sensación de toques eléctricos que recorren toda la rabadilla hasta la nuca y la punta del coxis; que incluyeron rodada en camilla por un pasillo interminable viendo al techo pasar y pasar, titilantes lamparitas deprimentes de hospital rumbo al quirófano. No faltó también la mascarilla de oxígeno y su cuenta del uno al cien, aunque nomás llegué hasta el tres. Volver de esas es una experiencia cuasi religiosa que me dejó siempre la sensación de haber ganado una batalla sin siquiera haber levantado la espada: dos cirugías en mis pies para caminar sin caerme y una para extirpar la apéndice. La primera vez lloré, lloré y lloré. No sabía ni entendía nada, tal vez lo único claro es que la operación era esperanzadora para una mejor calidad de vida, pero en ese preciso momento de volver no tenía a mis padres cerca, no conocía nada ni tenía idea de qué pasaba hasta que una enfermera me dio la paz que necesitaba, me ubicó en tiempo y espacio y me ofreció un refresquito de manzana. Esa madre cura el corazón y la panza y las penas y todo lo hace más sencillo, neta. La segunda vez que regresé tuve la sensación de que la cirugía estaba en proceso. Me dio pánico y terror, pero al igual que la vez pasada, un enfermero me tranquilizó después de que le pregunté muy angustiado si aún estaba la operación en proceso. Se rió. De solo imaginar mi cara, yo también me hubiera reído, la neta. Pero fue muy empático, esta vez me tocó jugo de manzana y una explicación de por qué despertaba aun en el quirófano y no en una sala de recuperación, con una máquina que tomaba mi presión automáticamente cada quince minutos, así vi pasar las manecillas del reloj una hora y media. La tercera, esa sí fue la más rara de las tres. Volví en un cuarto oscuro, incrustado a una camilla sin poder moverme. Parecía como si me hubieran envuelto, me sentí muy incómodo, acongojado, apretadito como tamal. El espacio era totalmente oscuro, lo recuerdo interminable, con muchas camillas a mis costados al frente, frío y aparentemente nadie cerca. Si creí que estaba en la morgue o medio muerto o esperando audiencia con San Pedro. Y como esta vez no lloré y me sentía tranquilo, en paz pues solo esperé, y de nuevo un enfermero bien amable y super chido me habló, me explicó todo el pedo y listo todo bien ya no había apéndice dando lata y en breve me iba a trepar a piso para recibir visita.

Ahora, las otras "menores", las de los dientes. Primero una muela maldita que se me picó hasta la raíz, tendría como siete años y era la primera vez que escuchaba la palabra endodoncia. Me iban a hacer una endodoncia en el hospital de especialidades dentales de Tlatelolco en CDMX, un miércoles a las siete de la mañana. ¿Saben a qué putas horas me tuvieron que despertar para llegar puntuales desde el pueblo al mentado hospital ese? Exacto, no eran horas de Dios cuando salimos, mi madre y yo. Primero caminar, luego carreta, luego un camión, luego metro y luego transbordar y más metro y caminar y caminar y luego correr cuando mi mamá se dio cuenta que faltaban cinco minutos para la cita y había que llegar si no se perdería el espacio y se reprogramaría para uuuuuuuuun chingo después, y eso era un lujo que no nos podíamos dar. En fin, llegamos minutos más minutos menos pero sin tema, nos recibieron. Me acomodaron en un sillón dental bien cómodo, bien comodísimo, bien rico y madres. A abrir la boquita, solo recuerdo una jeringuilla de vidrio, un piquete de anestesia, una especie de globo azul y ¡Madres! alguien bajó el switch. Me desmayé, la única vez que me he desmayado fue esa. Qué vergüenza por mi jefita, cuando regresé de esa anestesia vi a mi mamá y no tenía color, estaba bien espantada, el pobre dentista con sus ojotes bien pelados y más espantado que mi mamá. Y todo nervioso preguntando si el paciente iba en ayunas. ¡No mame, doc! Venimos de allá, de la tierra de Juan Dieguito, antes diga que cenamos, ¿quién va a desayunar a las tres de la mañana? Todavía nos quiso regañar y le pidió a mi mamá que fuera por un pan, aunque fuera. Yo obviamente no me podía ver, pero estoy seguro que por sus caras yo estaba embarrado en el sillón con la lenguita por fuera, toda seca y más pálido que una vela toda escurrida.

En fin, la otra de dentista fue con las muelas del juicio, me brotaron en la parte inferior como granos de maíz pozolero, todo reventado y apuntando para donde se les inflamó. Esas madres estaban incrustadas hasta el fondo, les juro que el doctor puso un pie en mi cara para poder generar palanca y jalar el del lado izquierdo, cuando lo vi salir era una pieza gigante, nunca me imaginé que tendrían ese tamaño monstruoso, con razón dan un chingo de lata. Al otro hubo que hacerlo pedazos con una sierra ruidosa, yo sentía cada jalón, cada corte y el ruido cuando se desprendieron de mi quijada fue escalofriante. Esta vez la cirugía fue de noche, así que comí bien antes de. Fui y regresé solito de la clínica, yo ya estaba más crecidito eso fue un año antes de la pandemia. Recuerdo que iba en el transporte mordiendo unos comprimidos de algodón con la fuerte indicación de no escupir por lo menos una hora. ¡Un suplicio total!

Eso sí, la recuperación de "ambas cuatro ocasiones" fue tortuosa, las muelas del juicio fueron las más desgraciadas, la indicación fue no hacer nada, pero uno se siente bien león y ya había planes, ni modo de cancelar. Esa primera noche fue terrible una vez que pasó la sensación de tener labios de colchón bimbo, medio cené un caldito de pollo, pero los cuidados eran una chinga, no podía comer nada tostado, tenía que enjuagar los huecos que quedaron con una jeringa y agua oxigenada, el dolor en la mandíbula me duró semanas, de repente sentía cada jalón que dio el doctor, y esa molestia solo pasaba con una pastilla que se disolvía debajo de mi lengua, pero la muy perrita me quitaba el dolor, pero me provocaba una sensación horrible en el tracto digestivo; justo a la altura del pecho se sentía horrible. —Nunca tomen ketorolaco sublingual para nada— Del apéndice, chale, ese me provocó unos cólicos de la rechingada, no sé si sepan, pero para poder extirpar la madre esa sacaron todos los metros de tripas que uno tiene, cortaron lo que debían cortar, echaron un nudo y regresaron todo el triperío a su lugar a que se acomodara solito como pudiera, les juro que en algún punto creí que habían dejado unas pinzas o algo ahí dentro, fue una experiencia bien de la chingada, porque para mi mala suerte la segunda noche que estuve en recuperación, por ahí de la madrugada, subieron a mi piso a un señor, días antes le habían extirpado la apéndice como a mí y ya lo habían soltado y todo bien, pero esa noche regresó y lo operaron de emergencia porque los puntos se le habían reventado cuando estornudó mientras se bañaba. Al escuchar eso, no me quería ni mover y lo que más me preocupaba es que mi doctor me dijo que para poder soltarme y me pudiera ir a casa debía, o liberar gases o evacuar la tripa. Si pensé, si por estornudar a este cabrón se le abrió la herida no me imagino si yo me tiraba un pedito, qué me iba a pasar. Pero todo fue una mentira del vecino cabrón, al otro día llegó su hijo del señor y escuché perfecto como le dijo "Papá, no chingues por favor, ya me dijo la vecina que estabas cargando cajas dos días después de que te operaron, que estornudo ni que nada". No saben cómo me regresó el alma al cuerpo, después como que se escapó, pero no, no fue el alma y ya me soltaron a mí y me fui a casa en paz.

Las de los pies fueron incómodas, pero solo un rato después de la cirugía porque cuando pasó la anestesia me dolió un chingo desesperantemente de lágrima y berreo, pero un día y ya. Lo más complejo fue que para poder recuperarme al cien, los enyesaron. Anduve con muletas un mes en cada intervención, eso fue algo incómodo y peligroso, me caí varias veces cuando pasé por pisos mojados y las muletas se abrían como patitas de Bambi, pero no pasó a mayores. En fin, todo esto que conté fue justo porque pensaba cómo no hay una forma de enyesar el corazón o el alma cuando se nos rompe por una pena, todo sería más fácil, nos ponen yeso cuando alguna extremidad está rota y no hay que moverla para que pueda sanar y aunque toques en la zona no sientes nada, hasta tus amigos y primos te ponen dibujos y mensajes chidos para que te recuperes más rápido, y cada rayita es una caricia que nos va sanando y cuando pasa un tiempo considerable nos retiran esa cobertura y hasta más delgada queda esa zona y algo pálida pero las molestias no pasaron de una comezón y ya, nada que una aguja de tejer no pudiera aminorar. Pienso que alguien debería inventar una forma de enyesar el corazón para cuando se nos rompe.

No hay comentarios: